Tras las huellas de Clara de Asís. Parte VII

por | Ago 8, 2017 | Clara de Asís, Espiritualidad Franciscana, Lecturas recomendadas

No hay camino nuevo sin dificultades que afrontar, como bien habéis podido ver hasta ahora, pero la vida seguía en San Damián siempre descansando en la absoluta confianza en Dios, Padre de las misericordias, que nos cuidaba con providencia y ternura infinita.

Los problemas en la Orden de los Menores seguían siendo importantes. El Papa, a petición de algunos hermanos, había convocado un capítulo General y Fray Elías, Ministro de la orden hasta ese momento, es destituido del servicio a los hermanos. Yo lo sentí mucho porque tenía en gran estima a Fray Elías. Es más, nuestra relación con él se mantuvo en el tiempo aun cuando ya no fuera Ministro General, lo que también trajo consecuencias, ya que poco a poco fuimos siendo marginadas. Los nuevos Ministros Generales venían de fuera de Italia y con conocían la realidad de nuestra forma de vida en San Damián. aunque también es cierto que nunca faltaron hermanos junto a nosotras, entre ellos el Hno. León y otros primeros compañeros de Francisco. Entre todos nos dábamos fuerza y coraje para mantenernos fieles al carisma.

Y cómo no, no faltaban tampoco los problemas políticos y sociales. Vivíamos tiempos borrascosos en los que los ejércitos atravesaban continuamente la Umbría a causa de la controversia entre el emperador Federico II y el Papa. Y, como siempre ocurre, no era sino el pueblo llano y sencillo quienes sufríamos las consecuencias de todas aquellas luchas de poder.

Recuerdo que un día de septiembre de 1240 Asís se hallaba asediado por las tropas del Emperador. de pronto entraron en el claustro un grupo de mercenarios que no tenían ningún respeto por aquellas mujeres consagradas que allí vivíamos. Las hermanas estaban angustiadas ante aquella situación de la que parecía imposible salir airosas, pues no había ni caballeros ni siervos que pudieran defendernos. Vinieron donde mí, que yacía enferma en el lecho, llenas de angustia. Yo apenas me tenía en pie pero, ayudada por dos de las hermanas, me levanté y me dirigí a la puerta del refectorio que estaba justo al lado del claustro. Pedí a una hermana que me trajera el cofrecito que contenía el santo sacramento del Cuerpo de nuestro señor Jesucristo. Postrada en tierra, invoqué a Aquel que era todo para mí y a quien había entregado toda mi vida y la de las hermanas: Señor, guarda tú a estas tus siervas, pues yo no las puedo guardar. La respuesta no tardó en llegar: los soldados huyeron sin aparente motivo alguno, sin atacarnos y sin estropear nada.

En agosto de 1242 moría Gregorio IX. Nuestra relación con él se había distanciado bastante en los últimos años, pero en nuestro camino quedaría siempre como un interlocutor privilegiado. Su sucesión en el pontificado fue compleja y finalmente, en 1243 fue nombrado Papa Inocencio IV, quien heredó entre muchas otras complejas situaciones, el problema de las monjas. En 1247, queriendo dar uniformidad a la Orden de San Damián que había fundado su predecesor, redactó una forma de vida sustituyendo en lo esencial las referencias a la regla de San Benito por las referencias a la de Francisco, añadiendo la obligación de poseer en común y confiando los monasterios al cuidado espiritual y material de los Menores.

Aquel escrito se alejaba aún más de nuestra Forma de vida que todos los anteriores que la Iglesia había promulgado. De nuevo llegaban las dificultades. ¿Cómo aceptar aquel documento tan contrario a la altísima pobreza por la que estaba luchando desde hacía unos cuarenta años? ¿Cómo aceptar aquella relación de dependencia de las monjas respecto de la Orden de los Menores, que se extendía también al campo económico? Yo no necesitaba apoyo para el gobierno del monasterio, que era lo que este nuevo documento pretendía. Consideraba que como mujeres adultas estábamos capacitadas para discernir lo que era útil y mejor en el camino de cada día desde la escucha mutua que practicábamos en el Capítulo semanal, que comenzábamos siempre haciendo un repaso al camino recorrido los días anteriores para reconocer los propios errores y pedir perdón al Señor y a cada hermana. Debíamos ponernos delante de Dios y reconocer nuestra fragilidad para poder escucharnos unas a otras con caridad y misericordia mientras íbamos expresando cuanto considerábamos bueno para nuestro camino común.

Claro que no todo fue negativo en aquella forma de vida que había escrito el Papa. Para mi fue muy importante que se hablara de la Regla de san Francisco como punto de referencia, porque eso significaba que era ya una de las reglas aceptadas por la Iglesia que las nuevas comunidades podían adoptar. Comenzó a nacer en mi el deseo de escribir nuestra propia regla. Una regla fruto de la experiencia de estos largos años en los que habíamos ido dando forma día tras día a aquella llamada inicial al seguimiento de Jesús.

Había que seguir adelante, con paso firme. El agravamiento de mi enfermedad me iba acercando cada día un poco más hacia el final de mis días en este mundo, pero lejos de perder el vigor interno me sentía cada vez más abierta en la mente y en el corazón a los horizontes del Reino, hacia el cual todas las hermanas que vendría después podrían encaminarse siguiendo aquellas indicaciones que me había inspirado el Espíritu. Cogí como base la regla de san Francisco y acompañada por las hermanas comencé a adaptar aquel texto, y otros a los que recurrí, a nuestra realidad concreta. Quería que, en la que deseaba que fuera nuestra regla, primara el estilo evangélico y estuviera libre del peso de los detalles. No quería un documento jurídico, quería que el corazón de aquel nuevo documento fuera la primitiva Forma de vida y la Ultima voluntad que Francisco nos había dado. Aquella era la forma de vida a la que habíamos sido llamadas por el Espíritu y que habíamos abrazado desde el principio con el firme propósito de perseverar hasta el fin. Dejaría así a las hermanas venideras una guía segura para vivir el santo evangelio, respondiendo fielmente a una misión específica e insustituible en la Iglesia.

Como podéis imaginar aquella última etapa del camino tampoco iba a ser fácil. Hice llegar al Papa la Forma de Vida que había escrito y, con toda mi confianza puesta en Dios, Padre de las misericordias, aguardaba, no sin cierta impaciencia pues sentía que mi final esta muy próximo, recibir oficialmente la aprobación papal. El 10 de agosto de 1253 llegó a San Damián un hermano con las letras buladas, es decir, con el documento oficial de la Sede Apostólica de la aprobación de la regla que yo había escrito. Me la hicieron llegar y yo, tomándola reverentemente en las manos me la llevé a los labios para besarla. Ya podía irme en paz.

 

Bibliografía:
Clara de Asís. Un silencio que grita, Chiara G. Cremaschi. Ediciones Franciscanas Arantzazu
Clara de Asís. Una vida toma forma, Fed. Clarisas umbría-cerdeña. Ediciones Franciscanas Arantzazu
Me llamo Clara de Asís, Gadi Bosch. Ediciones Franciscanas Arantzazu
Clara de Asís, habitada por la vida y el amor, Hermanas Clarisas de Salvatierra. Ediciones Franciscanas Arantzazu

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