Tras las huellas de Clara de Asís. Parte V
En el año 1223, tuvo lugar un importante acontecimiento para Francisco y sus hermanos y también para nosotras: el papa Honorio III aprobaba la Regla que Francisco había preparado para los hermanos menores, convirtiéndose en documento oficial de la Iglesia. Aunque escrita para los menores, también era para nosotras un texto de referencia en la construcción de nuestra forma de vida.
En 1224 comenzó para mí y para las hermanas una nueva etapa. Caí enferma, hasta tal punto de gravedad que parecía que había llegado el final de mi vida en este mundo. Una enfermedad que me obligaría a guardar cama durante períodos más o menos largos. Hasta entonces, era yo quien me ocupaba de las hermanas enfermas, ahora eran las hermanas quienes comenzaban a cuidar de mí e incluso hicieron desaparecer todos mis instrumentos de penitencia… Y yo me dejaba hacer porque sabía que esa era la mejor forma de vivir la obediencia.
No me lamentaba de aquel prolongado sufrimiento físico, pero sí había algo que me tenía preocupada y me producía dolor en el alma: la salud de Francisco, tras el acontecimiento del Alverna, se estaba deteriorando muy rápidamente. Mi intuición me permitía ver más allá de las noticias que llegaban a través de los hermanos. Era la primavera del año 1225, lo recuerdo bien. Francisco, que se había quedado prácticamente ciego por una enfermedad en los ojos, mora enfermo en una minúscula celda junto a San Damián. Más allá de las palabras y del encuentro físico, nuestros corazones se encontraron en Aquel que totalmente se entregó por nuestro amor, concediéndonos a ambos la participación en sus sufrimientos. Es allí, en aquella oscuridad más profunda, no sólo física sino interior, donde Francisco llegaría a experimentar la certeza de la salvación sintiendo que un nuevo gozo habitaba en su corazón aunque exteriormente nada hubiera cambiado. Y allí compuso su Cántico del hermano sol.
En aquel momento de gran sufrimiento, Francisco se dirigió a todas nosotras a través de unas palabras con melodía, que había compuesto para animar a quienes estábamos penando por él, y que nos hizo llegar por medio de un hermano. Sus palabras eran toda una invitación ferviente a que realizáramos en plenitud la vocación de “pobrecillas” con una respuesta sin reservas al Señor. Aquellas palabras se grabaron en nuestros corazones para siempre: Escuchad, pobrecillas, por el señor llamadas, que, de diversas partes y provincias, habéis sido congregadas: en la verdad siempre vivid, para que en la obediencia podáis morir. No miréis la vida del exterior, porque la del espíritu es mejor. Os ruego con gran amor que uséis con discreción las limosnas que os da el Señor. Las que con el peso de la enfermedad están cargadas y las otras que por ellas están fatigadas, unas y otras soportadlo en paz, que muy cara venderéis vuestra fatiga, porque cada una será reina en el cielo coronada con la Virgen María.
Eran tiempos difíciles y oscuros. Se iban multiplicando los monasterios pobres que seguían la Forma vivendi que había confeccionado el cardenal Hugolino y la presión sobre mí para adherirnos a ella era cada vez más apremiante. Pero el contenido de aquel denso documento no se correspondía con el carisma que habíamos abrazado desde el inicio, sobre todo respecto a la pobreza. Nuestro estilo evangélico radical, que habíamos abrazado por la fuerza del amor, iba más allá de toda la dimensión jurídica de aquel documento. Sin embargo, la obediencia a la Iglesia me llevó a aceptar aquellas prescripciones minuciosas que tanto contrastaban con la mentalidad abierta con que siempre habíamos vivido en San Damián. Confiaba en el Señor y en las hermanas, aunque sabía que aquella adhesión implicaba hacer modificaciones en la estructura de San Damián, para adecuarla a las prescripciones de aquel documento. En todo caso, es cierto que todo cuanto venía consignado en aquella Forma vivendi del cardenal Hugolino procurábamos vivirlo a la luz de la Forma de vida que nos había dado Francisco, dejándonos guiar ante todo por el Espíritu del Señor, en obediencia a la Iglesia, pero con la libertad de los hijos de Dios, porque quien ama ha cumplido la ley.
Finalmente, Francisco moría en el año 1226, lo que me hizo vivir una gran sufrimiento, no solo físico, debilitada como estaba por la enfermedad, sino sobre todo moral e interior. La separación de quien era nuestro único consuelo después de Dios y nuestro apoyo, era fuente de profunda turbación y de indecible dolor para mí. Sola en mi lecho, en un momento de agravamiento de mi enfermedad, sentía como el desánimo se apoderaba de mí. Las líneas fundamentales del designio que el Espíritu Santo me había mostrado a través de Francisco no estaban claramente definidas y aún más, no eran acogidas y comprendidas plenamente por todos los responsables de la Iglesia.
Pero esto lo dejo ya para nuestro próximo encuentro. Te espero.
Bibliografía:
Clara de Asís. Un silencio que grita, Chiara G. Cremaschi. Ediciones Franciscanas Arantzazu
Me llamo Clara de Asís, Gadi Bosch. Ediciones Franciscanas Arantzazu
Clara de Asís, habitada por la vida y el amor, Hermanas Clarisas de Salvatierra. Ediciones Franciscanas Arantzazu