Tras las huellas de Clara de Asís. Parte III
Cuando Francisco y sus compañeros, que nos habían acompañado y habían orado con nosotras para iniciar en nombre del Señor este nuevo camino, nos dejaron solas comprendimos que entonces empezaba de verdad una vida nueva que estaba todavía por inventarse. Todo era tan emocionante y a la vez tan incierto. Teníamos algunas certezas sobre las que se asentaba aquella pequeña e incipiente fraternidad, las razones por las que estábamos allí: el Espíritu Santo nos había iluminado a seguir los pasos de Cristo pobre y crucificado y habíamos recibido el Evangelio como constante punto de referencia. Debíamos dejarnos guiar por la gracia con un abandono total en las manos del Padre de las misericordias. La pobreza absoluta era también un punto fundamental en este nuevo camino. Una pobreza que no era otra cosa que el reverso de un amor exclusivo a nuestro Señor Jesucristo, un amor alimentado con incesante oración. Una pobreza elegida por amor y vivida con alegría.
Entre nosotras no había una autoridad en sentido estricto, aunque yo sentía que con mi ejemplo debía orientarlas en el camino del Señor. Nuestra jornada estaba marcada por la celebración de la Liturgia de las Horas, prolongada en la vigilia nocturna. El resto del tiempo lo empleábamos en las tareas de la vida diaria necesarias en toda convivencia y en la oración personal, donde dejábamos que la Palabra orada fuera transformando nuestro corazón y nos fuera llevando a ese diálogo silencioso de contemplación del misterio de Dios.
Junto a San Damián vivían algunos hermanos que iban a pedir limosna de puerta en puerta, también para nosotras; pero era muy escaso lo que traían y la pobreza era muchas veces verdadera penuria. Pronto comenzamos a cultivar una pequeña huerta, y preparar la mesa empezó a ser más fácil pues teníamos algo para cocinar. No obstante, aquella falta de bienes materiales no era para nosotras motivo de tristeza sino de alegría, procurando acoger en todo momento lo que se nos daba y dando gracias por ello al Señor.
El camino no estaba hecho, había que trazarlo cada día aprendiendo la espiritualidad de los pobres que ponen toda su confianza en el Señor. Los desheredados, que vivían también a las afueras de la ciudad, llamaban a nuestra puerta a pedirnos un pedazo de pan, a nosotras que, como ellos, también vivíamos de limosna. Aquellos rostros, frecuentemente desesperados por no tener con qué alimentar a sus hijos, o por no saber cómo curarlos cuando enfermaban, nos iban enseñando el sentido de la inseguridad. Y ahí, mis hermanas y yo que, al contrario que ellos, habíamos escogido ser pobres, íbamos aprendiendo la entrega total en las manos del Padre y experimentando el sentido profundo de la palabra evangélica: el que da de comer a las aves del cielo y viste a los lirios del campo, hará que no os falte la comida y el vestido.
El tener que construir día a día nuestro propio estilo de vida nos llevaba a dedicar la mayor parte del tiempo posible a la oración silenciosa en diálogo con Aquél a quien queríamos seguir apasionadamente. Sólo su Espíritu podía ir enseñándonos a optar cada día conforme al Evangelio. Pero a la vez, sentíamos que era importante dialogar también entre nosotras y así, de una manera muy informal, comenzó a tomar forma lo que luego llamaríamos el Capítulo semanal. De momento, nuestros encuentros fraternos nos servían para animarnos mutuamente a acoger la Palabra escuchada, para comprobar cómo esta se iba haciendo vida, para confesar libremente nuestra propias debilidades solicitando la ayuda de las demás, para organizar la jornada y para ir definiendo en situaciones concretas nuestro estilo de vida. Si algo nos caracterizaba como grupo era nuestra cálida comunión fraterna, nuestra corresponsabilidad. Nuestras relaciones tenían los rasgos de una verdadera amistad en el Espíritu: calor humano, conocimiento mutuo, afecto y entrega mutua que nacía del amor desbordado de quien era nuestro único Amor.
Teníamos muy claro que dentro de esta nueva forma de vida debíamos dedicar una parte de nuestro tiempo a trabajar con nuestras propias manos. Por eso nos ocupábamos, con herramientas muy rudimentarias, en hilar, tejer, bordar, que eran los trabajos que sabíamos hacer porque los habíamos aprendido desde niñas. En esta nueva vida que estábamos estrenando, experimentábamos el trabajo como una gracia, como un don, como una forma de imitar a Cristo en las tareas cotidianas.
Como ya os he comentado, la celebración de la Liturgia de la Iglesia marcaba el ritmo de nuestros días y nuestras noches. Las vigilias y los ayunos también eran algo habitual. En aquella vida de continua conversión que habíamos elegido. Vivíamos en una época marcada por una fuerte conciencia de la realidad del pecado y, como “penitentes” recurríamos al ayuno, así compartíamos la situación de quien nada tenía, y a la abstinencia de la carne y otros alimentos exquisitos de la época; prolongábamos las vigilias en oración, dormíamos sobre la tierra desnuda…
Estos actos de continua conversión, que ahora quizá os pueda costar comprender, eran propios de aquella época. En nosotras, que voluntariamente habíamos escogido aquél camino de penitencia y conversión, eran una respuesta al amor de Dios, a quien nada ni nadie se le podía anteponer. Una forma de luchar contra el propio egoísmo que siempre impide amar a los demás, desearles el bien, entregarse sin límites ni condiciones…
Reconozco que comencé a dedicarme a una práctica penitencial excesiva: apenas comía ni dormía y cuando lo hacía era sobre sarmientos de vid; pero para mi era una forma explícita de abrazar a Cristo pobre, mirándole hecho despreciable por nosotros, con el anhelo de imitarle. Nunca pedí a las hermanas que vivieran con la misma austeridad que yo y sé que las hermanas en ocasiones sufrían al verme hacer tales excesos de penitencia corporal. Tan lejos llevé mi deseo de vivir solo de Cristo y para él que acabé enfermando por el excesivo ayuno y Francisco se vio obligado a intervenir con la ayuda del Obispo Guido. En aquel momento yo no entendía otra forma de vivir la Pascua de Jesús y participar en la vida de los últimos de la sociedad sino desde el sufrimiento, no había aprendido a comportarme con mi cuerpo con la misma benevolencia que el Padre celestial derramaba sobre mí y que yo procuraba derramar sobre mis hermanas.
Bibliografía:
Clara de Asís. Un silencio que grita, Chiara G. Cremaschi. Ediciones Franciscanas Arantzazu
Me llamo Clara de Asís, Gadi Bosch. Ediciones Franciscanas Arantzazu
Clara de Asís, habitada por la vida y el amor, Hermanas Clarisas de Salvatierra. Ediciones Franciscanas Arantzazu