Tras las huellas de Clara de Asís. Parte II
Ya había tomado una decisión: abandonaría todo por el Señor Jesucristo, a quien ya había descubierto y amaba en mi corazón y en la oración, y ahora también se me hacía visible y palpable a través del rostro de Francisco. Aquel que para muchos no era más que un joven loco y harapiento se convirtió para mi en la imagen y el espejo de mi Señor Jesucristo. Fue algo indescriptible que iría creciendo a través de los años y daría origen a una relación de comunión entre nosotros fundada en el Amor único y desbordante que ambos sentíamos hacia Dios.
Tras unos cuantos encuentros secretos, lo preparamos todo para poder abandonar mi casa paterna y lanzarme a esta aventura evangélica. No teníamos bien definidos los pasos a dar porque el Señor ilumina solo la parte necesaria del camino para avanzar; pero tampoco íbamos a ciegas, el Obispo de Asís, que años atrás había acogido bajo su manto a Francisco cuando en la plaza pública lo había dejado todo, incluso los vestidos, estaba ya al corriente de mi decisión y había obtenido de él su bendición.
Era el domingo de Ramos del año 1211. Junto a mi madre y mis hermanas fui a la catedral a participar en el rito presidido por el Obispo. Cuando todos fueron a tomar el ramo, yo, todavía no sé bien si por discreción o porque estaba totalmente sumergida en la idea de lo que iba a hacer, me quedé quieta en mi sitio. Entonces el Obispo se abrió paso entre la gente y vino hasta mí a entregarme el ramo. Fue en ese momento cuando supe que contaba con su bendición para seguir adelante con aquella radical opción evangélica que estaba a punto de abrazar.
Aquella misma noche, sacando todas las fuerzas del Señor, esperé a que todos en la casa estuvieran dormidos y salí presurosa por la puerta de atrás, no si grandes trabajos para retirar las vigas y la columna de piedra con que la misma estaba atrancada. Una vez en la calle, fui dejando atrás la ciudad adormecida y con paso ligero y sin dejar que ni siquiera el polvo se pegara a mis zapatos, me dirigí hacia la única puerta que sabía que estaría abierta en las murallas de acceso a la ciudad. Hubiera preferido haberme ido de otra manera, con el consentimiento de mi familia, pero conocía muy bien la índole guerrera de los míos, sobre todo del tío Monaldo, y estaba segura de su fuerte oposición.
El problema no era que hubiera optado por la vida consagrada, que hubieran aceptado de buen grado si mi intención hubiera sido entrar en uno de los monasterios de la época, el problema era que había decidido emprender un camino nuevo siguiendo las indicaciones de un joven penitente que en aquel momento solo había recibido una aprobación oral de la Iglesia. Yo sabía que lo que estaba haciendo significaba romper con mi condición social, incluso un poco antes había vendido mi herencia y se la había dado a los pobres, conforme al mandato evangélico. Verdaderamente lo había dejado todo para unirme a Aquél que por nosotros se ha hecho pobre, para vivir el abandono confiado y total de los pequeños que se encomiendan totalmente al Padre de las misericordias. Tenía dieciocho años y sabía muy bien lo que quería hacer.
En la Porciúncula, la minúscula iglesita dedicada a Santa María de los Ángeles, que Francisco había restaurado, él y sus primeros compañeros me esperaban saliendo a mi encuentro con antorchas encendidas. Yo iba vestida con mis mejores galas porque sentía en mi corazón que iba al encuentro del Esposo. Francisco entonces, en un clima de intensa oración, me recubrió con el sayo de la pobreza y recortó mis cabellos entrando así a formar parte de su “fraternitas”.
Pero era necesario encontrar una solución porque no podía quedarme allí y Francisco junto con dos de los compañeros me acompañaron al monasterio de las Benedictinas de San Pablo en Bastia, que tenían derecho de asilo y donde estaría protegida ante las reacciones de mi familia, que por supuesto fueron a buscarme intentando convencerme de todos los modos posibles, incluso con violencia, para que desistiera de mi decisión.
La estancia en el monasterio de San Pablo fue breve. De ahí marché a la iglesia del Santo Ángel de Panzo. Fue allí donde se unió a mí mi hermana Catalina, por quien tanto había orado al Señor para que iluminara su corazón. No lo tuvo fácil porque, cuando nuestra familia se enteró de sus intenciones, vinieron a buscarla y quisieron llevarla de nuevo a casa arrastrándola y golpeándola. Yo oraba al Padre pidiéndole que la llenara de firmeza y coraje. Y Dios, que siempre escucha a sus pequeños que confían plenamente en Él y que se entregan en sus manos, hizo posible que Catalina, aunque magullada y dolorida, saliera victoriosa y contenta de haber sufrido por amor del Esposo.
Cuando Francisco se enteró de lo ocurrido, impresionado de tanta fortaleza, le dio el nuevo nombre de Inés, que quiere decir cordera, porque se había hecho semejante a Aquel que es el Cordero de Dios.
Bibliografía:
Clara de Asís. Un silencio que grita, Chiara G. Cremaschi. Ediciones Franciscanas Arantzazu
Me llamo Clara de Asís, Gadi Bosch. Ediciones Franciscanas Arantzazu
Clara de Asís, habitada por la vida y el amor, Hermanas Clarisas de Salvatierra. Ediciones Franciscanas Arantzazu